Como las estaciones del tiempo, la discusión en torno
a qué modelo de acumulación (política, económica y
social) es el más exitoso de la región resurge
cíclicamente. Por lo general, emerge con mayor
vitalidad en épocas de dificultades económicas; en
períodos de bonanza es más difícil inducir nuevas
conductas o reorientar estrategias. Es siempre un
debate interesante, porque incluye no solo la pregunta
por el crecimiento económico, sino también que
indaga cuál es el rol de las instituciones, los actores
empresariales y sociales, la función del Estado y los
efectos sobre la estructura social.
Los escépticos del actual derrotero argentino suelen
oponer, como casos virtuosos de desarrollo sustentable, el camino adoptado por Chile y Brasil.
Desde ciertos sectores, se ofrecen entonces acríticamente estos ejemplos como solución al
“problema” argentino.
El país trasandino ha sido el caso más conspicuo de
aplicación de políticas ortodoxas de mercado. Sus
especificidades históricas explican en parte la relativa
facilidad en la implementación de los preceptos
neoliberales; un gobierno autoritario que se extendió
en el tiempo (1973-1988), ausencia de actores
económicos y sociales organizados en torno a
intereses industriales e intensa influencia de la Escuela
de Chicago en la élite política de los ´70 y ´80. La
herencia autoritaria -la constitución pinochetista signó
la transición democrática- se tradujo así luego en un
sistema político con un equilibrio estable; dos
coaliciones partidarias ordenadas por el eje izquierdaderecha
disienten sobre política social pero no ponen
en duda la orientación de la política económica liberal
(funcionamiento similar al de buena parte de los sistemas bipartidistas europeos).
Como resultado, lo que encontramos hoy en Chile es un vigoroso mercado de capitales, un sector
privado dinámico que ha logrado formar grupos económicos trasnacionales y un Estado que se limita
a garantizar las condiciones de competencia del mercado. Crecimiento económico constante, bajo
desempleo y baja inflación constituyen el triangulo que tanto obsesiona y encandila a los defensores
de la experiencia chilena. Lo que suele omitir esta mirada, no obstante, es el impacto social que ha
tenido este programa económico; con una sociedad desmovilizada y en cierta medida dócil, el país
se ha caracterizado por ser particularmente injusto en materia de distribución del ingreso (es uno de
los más desiguales de la región más desigual del mundo; en 2011 ocupó el puesto 127 en el índice de
Gini, sobre un total de 147 naciones, detrás de, por ejemplo, Mozambique o Zambia).
Por su parte, en Brasil el consenso en torno a la política
económica viene dada por la hegemonía de la
burguesía industrial paulista, cuyo interés particular ha
sido también el interés general. Desde los ´60, los
gobiernos que se han sucedido en el poder, tanto
democráticos como autoritarios, socialdemócratas o
liberales, han seguido una estrategia desarrollista,
articulando una economía de mercado coordinada por
un Estado interventor, con fuerte énfasis en la
producción industrial. Aun en tiempos de auge del
Consenso de Washington, el presidente Fernando
Henrique Cardoso llevó a cabo un modelo heterodoxo
de liberalización, protegiendo sectores estratégicos y
preservando las capacidades estatales. El crecimiento
económico exponencial de los últimos años devino en
el tan ansiado despegue, permitiéndole a Brasil convertirse hoy en una potencia entre los países
emergentes, líder indiscutido de la región que pugna por consolidarse en tanto actor global.
En términos sociales, el país ha ido revirtiendo paulatinamente muchas de sus deudas más
apremiantes (sociedad históricamente desintegrada, los analfabetos brasileros, que en la década de
los ´70 alcanzaban un 30%, recién estuvieron habilitados para votar en 1988). Desde el primer
gobierno de Lula, la bonanza económica ha implicado también un robustecimiento de las capas
medias y una mejora relativa de los sectores populares, impulsado en parte por planes sociales
extendidos.
Veamos ahora cuál ha sido, a grandes rasgos, la
trayectoria recorrida por la Argentina. Entre 1976 y
2001, en el país se estructuró, con desigual intensidad,
un modelo económico neoliberal que combinó bajas
tasas de crecimiento, marcada retracción de la
producción industrial, aumento exponencial del
endeudamiento externo y pérdida de los salarios
reales. En un movimiento pendular brusco, el país pasó
de contar con el Estado de Bienestar más articulado
de Latinoamérica a aplicar con recelo las recetas
económicas que impulsaban las reformas de mercado.
Las consecuencias sociales de esta experiencia
fueron muy profundas; más de 50% de pobreza y 25%
de desocupados, en el contexto de una sociedad excluyente y fragmentada como nunca antes lo había
estado.
La reversión del neoliberalismo, como todos los grandes acontecimientos de nuestro país, fue
también sorprendente. La devaluación de 2002 marcó el fin del agotado modelo de valorización
financiera y desmantelamiento de la estructura productiva. En un giro copernicano, la reconfiguración
de alianzas que aglutinó el kirchnerismo estructuró un nuevo modelo de acumulación. Con un tipo de
cambio competitivo, el Estado comenzó a apropiarse del excedente de la renta agraria producto del
boom de las commodities, que permitió dinamizar el mercado interno en base al auge del consumo y
la inversión. Impulsado por la reactivación de la industria manufacturera y la construcción, entre 2003 y
2011 Argentina tuvo, en promedio, un crecimiento a tasas chinas, abrupta caída del desempleo y
buenos rendimientos comerciales y fiscales. La recomposición salarial, combinada con una
ambiciosa política social, mejoró indudablemente la posición relativa de los sectores populares.
La inflación y la restricción externa (escasez de divisas) producto de la crisis internacional han
erosionado algunas variables del modelo, aunque la sustentabilidad económica y la estabilidad
política están hoy garantizadas. La pregunta que se impone, entonces, es la siguiente: ¿el
kirchnerismo ha llegado al poder para desempatar la pugna histórica, desechando el proyecto liberal
del menú de opciones e instaurando definitivamente un programa productivista y estatista? ¿O
asistimos a un nuevo movimiento del péndulo, esta vez en su versión más desarrollista? A diferencia
de Chile y Brasil, que han alcanzado equilibrios estables en cuanto a la política económica (no sin
severos costos sociales), la Argentina no ha logrado jamás tal consenso y ha estado signada por
constantes reversiones institucionales.
Como toda mayoría en democracia, el actual gobierno es contingente y transitorio. Resta saber,
entonces, en qué medida el kirchnerismo puede institucionalizar las transformaciones emprendidas,
sentando las bases de un modelo de acumulación económica y política estable en el tiempo que
trascienda inclusive su permanencia en el poder
No hay comentarios:
Publicar un comentario