TODOS tenemos derecho a cambiar de opinión, e incluso a comprender alternativa y sucesivamente
a los euronorteños en sus reticencias con los euromeridionales y a los sureños por quejarse del
excesivo rigor que les imponen los nórdicos. Algo peor -por sospechoso- es el olor que despiden las
palabras de un ejecutivo y profesor de primer orden, con gran experiencia y poder, ya retirado y por
tanto algo bocazas, cuando practica el digodiego con la garra acerada de un halcón y, encima, el
apoyo de argumentos irrefutables. Lo de irrefutable suele pasar con los credos, particularmente con
los nacionalistas y los de la línea liberal dura, y más cuando éstas se confunden: cuatro verdades
sencillas y, a ser posible, victimistas son imprescindibles, tanto como lo es ignorar cualquier otra
verdad inconveniente para la consistencia del credo.
Es el caso de Hans-Olaf Henkel, que fue consejero delegado de IBM Europa y presidente de la
patronal industrial alemana, ahí es nada. También fue profesor de Economía de la Empresa. Henkel
fue uno de los grandes promotores y defensores del euro, en aquellos tiempos de la Reunificación en
que Alemania tenía un déficit por cuenta corriente mucho mayor que España o Italia. Ahora Henkel
echa pestes del euro, lo liquidaría y como mucho concede la posibilidad de una dualidad monetaria
de un euro rubio y de primera y otro morenito y devaluado; dice que España no merece y no puede
estar entre la élite protestante europea; que España no es competitiva y que el euro le sale muy caro.
Apostilla que los mercados son inocentes, más bien aculpables, como escorpiones de fábula. Ahora
que se dedica a calmar su vieja vanidad con la venta de libros y las plataformas contra los rescates en
la Eurozona, dice que haber defendido la creación de la moneda común fue "el mayor error de mi
vida". Con todos los respetos para su currículum, un jeta. Uno de esos que todo lo tiene igual de claro
y fundamentado, aunque sea para contradecirse radicalmente según soplen los vientos.
Más allá de Henkel en concreto, debemos tener muy en cuenta que su postura es ampliamente
compartida entre los votantes alemanes. Y holandeses, y finlandeses, y austriacos, y luxemburgeses.
Es en esos cinco países miembros donde prende la idea de que no es razonable compartir moneda
con gente que no es fiable, como los periféricos, España e Italia a la cabeza. Como el abandono del
euro, aunque sólo fuera el de Grecia, les haría mucho daño por su condición de prestamistas netos y
por la crisis dentro de la crisis que tal abandono provocaría, la propuesta con más predicamento y
lustre técnico es la de crear dos euros distintos: el rubio fuerte y empollón; el morenito devaluado y con
orejas de burro. Las deudas de los países untermenschen (infrahumanos, presupuestariamente al
menos) deberían pagarse en euros de primera, siempre que los acreedores sean los separatistas
monetarios del norte. También cabe en el modelo separatista la variante "euro para tus deudas;
dracma para tus salarios y tu comercio interior". Decimos dracma porque esta última posibilidad la
contempla ya en el caso de Grecia el propio ministro de Economía alemán, Philipp Rösler.
Cuando los problemas de unos países son las virtudes de otros (en términos de paro, déficit o deuda),
sus recetas pueden ser en muchos casos contradictorias. Y eso no tiene más arreglo que la voluntad
política de entenderse, dar y ceder. Menos mal que Draghi -qué poder, muchacho- ha caído en la
cuenta de que el mandato del BCE de "proteger al euro" incluye proteger a los países de los ataques
de pánico y especulativos, y no sólo combatir la inexistente inflación, la bestia parda del trauma
alemán. Si en los billetes de dólar dice "En Dios confiamos", los euros deberían decir "En Draghi
confiamos". Aunque no mucho, para qué engañarse
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