Aquí aparece el postcapitalismo como necesidad y posibilidad histórica concreta, como utopía
radical que hunde sus raíces en el pasado revolucionario de los siglos XIX y XX y mucho más allá
en las culturas comunitarias precapitalistas de Asia, Africa, América Latina y de la Europa anterior a
la modernidad. No se trata de una etapa inevitable (une suerte de “resultado inexorable” de la
declinación del sistema decidido por alguna “ley de la historia”) sino del resultado posible, viable del
desarrollo de la voluntad de las mayorías oprimidas.
Ya en la génesis del sistema existía su enemigo absoluto, negando, rechazando su expansión
opresora.
En Europa en torno del siglo XVI emergían los despliegues coloniales, la industria de
guerra bajo moldes pos artesanales, las primeras formas estatales modernas, los capitalistas
comerciales y financieros asociados a las aventuras militares de las monarquías.
Y la
superexplotación de los campesinos, la destrucción de sus culturas, de sus sistemas comunitarios
generando rebeliones como la que encabezó el comunista cristiano Tomas Müntzer en el corazón
de Europa bajo la consigna “Omnia sunt communia” (todo es de todos, todas las cosas nos son
comunes).
El amanecer de la modernidad burguesa fue también el de su negación absoluta, ambos bandos
aportaban nuevas culturas pero al mismo tiempo heredaban viejas culturas de opresión y
emancipación.
La alianza de banqueros, terratenientes y príncipes que derrotaron a los campesinos en la batalla
de Frankenhausen (mayo de 1525) y asesinó a Müntzer unía sus nuevos apetitos burgueses con
los viejos privilegios feudales mientras los campesinos rebeldes reinterpretaban los evangelios de
manera comunista y asumían la herencia de libertad comunitaria del pasado, incluidas valiosas
tradiciones precristianas.
La construcción de alternativas innovadoras (de opresión y de
emancipación) hundía sus raíces en el pasado.
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