Ahora la reproducción ideológica del sistema mundial de poder empieza a acudir a un nuevo
fatalismo profundamente pesimista basado en la afirmación de que la degradación social
(desplegada como resultado de “la crisis”) es inevitable y se prolongará durante mucho tiempo.
Como en el caso anterior los medios de comunicación y su corte de expertos nos explican que
nada es posible hacer más que adaptarnos ante fenómenos universales inevitables. Como
cualquier otra civilización, la actual en última instancia controla a sus súbditos persuadiéndolos
acerca de la presencia de fuerzas inmensamente superiores a sus pequeñas existencias
imponiendo el orden (y el caos) ante las cuales deben inclinarse respetuosamente. El “mercado
global”, “Dios” u otra potencia de dimensión oceánica cumplen dicha función y sus sacerdotes,
tecnócratas, generales, empresarios o dirigentes políticos no son otra cosa que ejecutores o
intérpretes del destino lo que de paso legitima sus lujos y abusos.
Así es como en septiembre de 2012 Olivier Blanchard, economista jefe del Fondo Monetario
Internacional anunciaba que “la economía mundial necesitará por lo menos diez años para salir de
la crisis financiera que comenzó en 2008” (1). Según Blanchard el enfriamiento durable de los
cuatro motores de la economía global (Estados Unidos, Japón, China y la Unión Europea) nos
obliga a descartar cualquier esperanza en una recuperación general a corto plazo.
Aún más duro
en agosto del mismo año el Banco Natixis integrante de un grupo que asegura el financiamiento de
aproximadamente el 20% de la economía francesa publicaba un informe titulado “La crisis de la
zona euro puede durar veinte años” (2).
Nos encontramos ante un problema que difícilmente puedan resolver las élites dominantes: la
cultura moderna es hija del mito del progreso, una y otra vez pudo cautivar a los de abajo con la
promesa de un futuro mejor en este mundo y al alcance de la mano, eso la diferencia de
experiencias históricas anteriores.
Las épocas de penuria son siempre descriptas como provisorias
preparatorias de un gran salto hacia tiempos mejores. La reconversión de la cultura dominante en
un pesimismo de larga duración aceptado por las mayorías no parece viable, por lo menos es de
muy difícil realización exitosa no solo en los países ricos sino también en la periferia sobre todo en
las llamadas sociedades emergentes. Solo poblaciones radicalmente degradadas podrían aceptar
pasivamente un futuro negro sin salida a la vista, las élites imperialistas golpeadas,
desestabilizadas por la decadencia económica, sin proyectos de integración social podrían
encontrar en la degradación integral de los de abajo (sus pobres internos y los pueblos periféricos)
una riesgosa alternativa posible de supervivencia sistémica.
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