La expansión de la actividad bancaria a áreas no tradicionales, ocurre
al tiempo de un desarrollo extraordinario de otras empresas financieras
y no financieras, las cuales han venido proveyendo servicios de tipo
bancario y formando “bancos que no son bancos”. La
institucionalización de los mercados financieros ha avanzado también
con rapidez, incrementando el refinanciamiento y el profesionalismo de
todos los participantes. Inversionistas y prestatarios actúan cada vez
más en el mercado como instituciones, con todas las ventajas que ello
involucra. Esta tendencia tiene implicaciones importantes para los
mercados financieros (Itzhak y Topf, 1993, p. 383).
La solidez de un sistema bancario es resultado de políticas
macroeconómicas y estructurales que permiten una estrecha correlación
con el sistema financiero. En América Latina los procesos de
desregulación financiera no han sido muy exitosos, precisamente
porque no se ha tenido la visión para establecer una política económica
que posibilite la liberalización del sector financiero sin desestructurar
el sistema bancario. Ejemplo de ello ha sido Chile (Díaz, 1995) a
principios de los ochenta y Venezuela, México y Argentina en los años
90.
Por ello, en América Latina, se admite que independientemente de si
los sistemas bancarios están o no adecuadamente reglamentados y
supervisados, siempre serán vulnerables a los shocks
macroeconómicos. Éstos afectarán adversamente la demanda de moneda
nacional o la afluencia de capital internacional, pudiendo socavar la
capacidad de los bancos nacionales para financiar sus compromisos de
préstamos, conduciendo a una crisis a través de otras vías. Un
incremento inesperado de depósitos bancarios o una afluencia de
capital extranjero puede desencadenar una bonanza de las actividades
crediticias de los bancos, al final de la cual éstos pueden encontrarse
con la falta de pago de muchos préstamos, lo que hace al sistema muy
vulnerable a un shock pequeño (Gavin y Hausmann, 1997, pp. 32-33).
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