La característica peculiar del acuerdo con el FMI es un requerimiento
impuesto por el FMI y consiste en que el banco central deberá controlar
el nivel de sus activos domésticos netos (ADN). Por lo tanto, la única
forma en que el nivel de la base monetaria puede cambiar es por medio
de las transacciones extranjeras en el banco central.
Lo anterior pareciera como una caja de conversión o consejo monetario,
pero no lo es pues ni siquiera tiene una ley que lo respalde.
Desde
1961, Turquía ha firmado 17 acuerdos con el FMI y los ha incumplido
todos. De hecho, el nuevo arreglo solo funcionó bien mientras el banco
central siguió las reglas como si hubiera una caja de conversión. La
inflación y las tasas de interés bajaron mucho, pero luego confrontadas
con flujos externos de reservas extranjeras, el banco central decidió
romper las reglas el 17 de noviembre de 2000. Para compensar la baja
en el componente extranjero de la base monetaria, empezó a inyectar
liquidez en el sistema. Como resultado el ADN se extendió al final de
diciembre por más de 3 billones de dólares.
Los bancos derivaban la mayor parte de sus ganancias de invertir en
bonos del tesoro, en vez de conceder préstamos a inversionistas locales.
Incluso recurrían a créditos del exterior a intereses mucho más bajos,
para invertir en bonos gubernamentales.
Así se fue creando una
economía artificial cuyo crecimiento dependía no de la producción real
sino de la especulación financiera y del aprovechamiento de la
devaluación monetaria, que explica muchas fortunas mal habidas. El
gobierno, al igual que en otros países azotados por crisis financieras,
tuvo que rescatar a una docena de bancos, tomando su control o subsidiándolos, lo cual tuvo un costo altísimo para el Estado (se habla
de 15 millones de dólares diarios).
La situación empeoró al presentarse una crisis política, por la rivalidad
entre el primer ministro y el presidente. La desconfianza en la
economía afectó rápidamente al mercado bursátil y a la divisa turca,
obligando a una fuerte devaluación de la moneda, la cual en tres años
perdió 200% de su valor frente al euro y el dólar.
El ahorro, factor
importante para cualquier economía sana, era casi inexistente, pues las
tasas de interés ofrecidas por los bancos turcos a sus depositantes eran
poco atractivas por ser inferiores a la tasa de inflación; en
consecuencia, en vez de ahorrar, la gente prefería gastar su dinero antes
de que perdiera más valor.
En cambio, las tasas de interés que se cobraban sobre los préstamos
eran tan altas que frenaban la inversión y el crecimiento económico; de
este modo, el público prefería tener depósitos en el exterior antes que
en los bancos locales.
Así se fue conformando un cuadro de creciente deterioro, similar a
otros casos del tercer mundo. En suma, en Turquía se repitió el
fenómeno típico de tantas economías deficitarias, que dependen mucho
de préstamos para seguir funcionando, alimentando así la
improductividad, la ineficiencia y la corrupción.