Por más seductora que sea esta idea, hay un tema subyacente al respecto que puede resumirse en dos palabras: Donald Trump. Si los británicos son lo suficientemente insensatos para elegir retirarse de Europa, es muy posible que los estadounidenses sean lo suficientemente locos para elegir a Trump como su nuevo presidente.
Por supuesto, nadie afirmaría que hay un vínculo entre lo que puede suceder en Gran Bretaña el 23 de junio y la elección presidencial estadounidense en noviembre. La mayoría de los votantes en Estados Unidos nunca escuchó el término “Brexit” y si lo hizo, posiblemente no tiene una opinión al respecto.
Sin embargo, el paralelismo comenzó a preocupar a las élites políticas en Estados Unidos. De la misma manera en que la industria musical estadounidense realiza pruebas de productos en el mercado británico, o las casas productoras de la industria televisiva simplemente toman prestado lo que funciona en Gran Bretaña, el referendo Brexit se ha convertido en una prueba de la salud de la democracia occidental. De hecho, las tendencias políticas de Estados Unidos y del Reino Unido se influyeron mutuamente en las últimas décadas. Margaret Thatcher comenzó su mandato en 1979, el año antes de que Ronald Reagan fuera electo presidente de Estados Unidos. En 1992, los “nuevos demócratas” de Bill Clinton prepararon el camino para el “Nuevo Partido Laboral” de Tony Blair cinco años más tarde.
El paralelismo demográfico entre los defensores del Brexit y los seguidores de Trump no se puede ignorar. Sus motivos son igualmente simplistas. Dejar a Europa es para los defensores del Brexit lo que el muro de México es para los seguidores de Trump: una guillotina para acabar con el multiculturalismo cacofónico del siglo XXI. Visto desde un punto de vista empírico, el bello muro de Trump es igual al “espléndido aislamiento” de Boris Johnson, uno de los mayores defensores del Brexit. Sin embargo, desde un punto de vista poético, ambos ofrecen una clara solución a las alienaciones de la sociedad posmoderna.
Winston Churchill alguna vez bromeó que Gran Bretaña y Estados Unidos estaban divididos por un idioma común. Actualmente, los trabajadores blancos de cuello azul de ambos lados del Atlántico están hablando el mismo idioma. Ambos añoran las certezas de otra era.
Ambos dependen de la retórica engañosa de sus líderes. Johnson quiere liberar a Reino Unido de una red ficticia de reglamentación europea. Trump insiste en que sólo se opone a los latinos indocumentados. Los legales son supuestamente bienvenidos. El verdadero atractivo de estos líderes está basado en el populismo nacionalista. Ambos pueden destacar de forma legítima la hipocresía de sus rivales elitistas. Cameron prometió limitar la inmigración neta en Reino Unido a 100.000 personas al año, promesa que no ha cumplido. Varias administraciones estadounidenses han prometido reforzar las fronteras de Estados Unidos antes de ofrecerles amnistía a los indocumentados.
Entonces hay que considerar el futuro de Occidente. En su visita a Reino Unido en abril, Barak Obama dio un discurso elocuente sobre el papel de Gran Bretaña en Europa. Recordó a los británicos que la visión de una Europa unida fue concebida por Churchill como una medida para prevenir una recurrencia de las dos guerras más sangrientas de la humanidad. El discurso de Obama tenía un contexto más amplio que Cameron no podía emular. El primer ministro de Gran Bretaña no podía presentar ese argumento positivo ya que había denigrado a Europa durante demasiado tiempo y validado las preocupaciones de aquellos que se oponen a la inmigración. Por eso pidió a Obama que lo hiciera en su lugar. Cabe notar que Cameron contrató a Jim Messina, el director de la campaña de reelección de Obama en 2012, para ayudarle a comunicar el caso (basado en temores económicos) en contra del Brexit. Hasta los gerentes de productos son intercambiables.
Los motivos de Obama van más allá de ayudar a un amigo. Las élites de Washington tienen razón para temer la posibilidad de que el Brexit podría provocar una reacción en cadena que posiblemente culminaría en la desintegración de la Unión Europea. Eso a su vez, podría provocar el colapso de la alianza transatlántica. El poder global de Estados Unidos siempre fue magnificado por la fuerza de sus alianzas. El aislamiento voluntario del aliado europeo más cercano de Estados Unidos podría iniciar la gran aniquilación de las alianzas.
En este escenario también se siente la influencia de Trump. Por primera vez desde que se formó la OTAN, Estados Unidos tiene un candidato presidencial que muestra total indiferencia frente al posible fallecimiento de esta alianza militar. Además, Trump es el único político estadounidense que apoyó la salida de Gran Bretaña de la UE. Recientemente comentó: “Sí, creo que deberían salir”. Añadió que sólo Gran Bretaña debería de tomar esta decisión. Este último comentario es cierto. Pero el desinterés de Trump cristaliza los temores de Washington. Hay momentos en la historia en que las bases de nuestras convicciones comienzan a desmoronarse. ¿Será 2016 uno de esos momentos?
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