Hace sólo una década escribí un libro acerca del auge y caída de las finanzas japonesas del siglo XX. Más tarde descubrí que se había producido una copia ilegal en chino.
Reguladores y banqueros chinos vinieron a verme acerca del libro y me explicaron lo que querían. "Queremos entender lo que sucedió porque queremos hacer las cosas de otra manera", decía el mantra; la loca burbuja japonesa de la década de 1980 estaba siendo estudiada para mostrarles a las autoridades lo que no se debía hacer.
Es algo que ahora Beijing necesita aprender nuevamente, no tanto en cuanto a la burbuja japonesa, sino a las repercusiones. Si se desea tener una idea de lo que puede suceder cuando un gobierno intenta apuntalar los precios de las acciones y las tierras, la historia del gobierno japonés es aleccionadora. Muestra que las intervenciones no solamente conllevan un costo financiero (puesto que raras veces funcionan durante mucho tiempo), sino que pueden ser un lastre duradero para la psicología de los inversionistas.
Consideremos las semejanzas. Durante las dos décadas pasadas, China ha producido un crecimiento económico impresionantemente alto mediante la construcción de una maquinaria industrial de exportación en la cual ha invertido fuertemente. Todo esto estaba apoyado por un sistema financiero estatal basado en los bancos que canalizaba financiamiento barato hacia las industrias favorecidas a expensas de los consumidores. En otras palabras, el precio del dinero se establecía mediante decreto autocrático.
Esto es a grandes rasgos lo que hizo Japón en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial (aunque el control estatal era más sutil e indirecto en Japón que en China).
Pero el modelo japonés cambió desde la década de 1970 hasta ahora. Conforme maduraba la economía del país, las compañías japonesas tenían menos necesidad de créditos baratos suministrados por los bancos, y, conforme el país se volvió rico, los inversionistas comenzaron a buscar otros lugares para invertir su dinero. Lentamente el gobierno comenzó a alejarse de un sistema financiero fuertemente controlado y dominado por los bancos y a acercarse a algo que se asemejaba a mercados de capital abiertos al mundo exterior. Sin embargo, el ritmo de la liberalización de Japón fue lento y disparejo (si no abiertamente arbitrario) y se desarrollaron burbujas de precios de activos conforme se arremolinaba el capital.
Los cambios en política monetaria y tasas de cambio agudizaron el problema. Así que, para finales de la década de 1980, los precios de los activos y las tierras se habían disparado de la misma forma en que ha sucedido en China, puesto que Beijing también se ha acercado cautelosamente a una liberalización irregular y ha adoptado algunas estructuras del mercado de capitales.
Pero la lección realmente importante es lo que sucedió después en Japón.
En diciembre de 1989, el índice de bolsa Nikkei alcanzó un máximo de 38.915,87, pero posteriormente se desplomó, perdiendo 60 por ciento en los siguientes dos años. Los burócratas japoneses asumieron inicialmente que era sólo una caída temporal, por lo tanto no pidieron a los bancos que modificaran el precio del valor de sus inversiones o préstamos. Pero entonces, conforme continuaban cayendo los precios, el gobierno intentó apuntalar los precios de los activos, a veces mediante compras explícitas de acciones, pero usualmente a través de formas más sutiles de intervención (los bancos seguían refinanciando préstamos dudosos y las grandes compañías continuaban apoyándose los precios unas a otras).
Esto funcionó durante algún tiempo. Para mitad de la década de 1990, los precios de las acciones parecían haberse estabilizado a precios inferiores. Pero en 1997, cuando se filtró la noticia de que los bancos estaban operando con grandes pérdidas no reconocidas (las cuales posteriormente totalizaron casi 1 billón de dólares), se desencadenó una crisis financiera, y los precios de los activos cayeron. Para ese momento, el sistema ya estaba minado por una desconfianza nociva.
Después de una década de intromisión (en gran medida inútil), los inversionistas ya no creían que los burócratas japoneses fueran tan poderosos como lo parecían durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pero tampoco tenían mucha fe en los precios del "mercado", puesto que todos sabían que esos precios estaban siendo apuntalados. Por lo tanto, Japón se encontraba en un limbo: los pilares tradicionales de la fe que alguna vez apoyaron los valores de los activos se habían desplomado, pero no había nada con qué reemplazarlos.
Nadie realmente conocía los "precios de adjudicación" de los activos, como los llaman los comerciantes, o cuánto caerían los precios si se liberaban los mercados. Los inversionistas estaban aterrorizados de que se filtraran malas noticias que bajaran los precios nuevamente.
Quizás China pueda evitar los errores de Japón; desde luego, algunos funcionarios parecen tener deseos de intentarlo. Pero en estos momentos, los ecos históricos son fuertes. Este verano, el gobierno chino ha empleado un estimado de 200 mil millones de dólares en comprar acciones, y ahora busca intimidar a los inversionistas para evitar la venta de acciones. Sin embargo, los mercados han caído aproximadamente un 40 por ciento desde sus niveles máximos. Se está desvaneciendo la fe en la habilidad de los burócratas para respaldar los precios, pero también se está socavando la confianza en los mecanismos del mercado.
En otras palabras, esperemos que Beijing recuerde cuán peligroso puede ser cuando nadie sabe cómo establecer los valores y cuando no existen precios de adjudicación, mientras mira hacia el Este.
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