Existen políticos y también existen líderes que cambian el clima. La Quinta República francesa ha tenido suficientes políticos. En Emmanuel Macron ahora ha elegido a un hacedor de lluvia como presidente.
En este punto, es casi obligatorio enumerar las incertidumbres y los obstáculos. Francia es una nación profundamente dividida (pensé que eso era lo que sucedía durante las elecciones). Un poco más de un tercio de los votantes se sintió impulsado a votar en favor del nocivo Frente Nacional de Le Pen. El partido ¡En Marcha! De Macron todavía tiene que ganar escaños en la Asamblea Nacional. Los sindicatos poderosos están alineados en contra de cualquier propuesta de modernización económica. ¿Recuerdas el "Sí podemos" de Barack Obama? Bueno, los estadounidenses ahora han colocado a Donald Trump en la Casa Blanca.
Los reparos y las advertencias son inevitables, pero su enunciación constante, incluso antes de que Macron haya cruzado el umbral del Palacio del Elíseo, revela el colapso de la fe en la política. El Antiguo Régimen está aprisionado por el fatalismo; sólo hay que observar a los moderados parlamentarios del Partido Laborista del Reino Unido arrojándose al acantilado en vez de enfrentarse a Jeremy Corbyn, su líder de extrema izquierda. La victoria de Macron debiera, por lo menos, restaurar una cierta confianza en la política en Francia y más allá de sus fronteras. Los líderes con la valentía de sus convicciones pueden cambiar las cosas.
La era digital les presenta otras tentaciones a los comentaristas. Demasiado a menudo exige que el mundo se describa a grandes rasgos. Por esto la elevación de Trump a la presidencia de EEUU firmó la sentencia de muerte de la democracia liberal. El espectacular éxito de Macron la ha vuelto a la vida. El mundo real no es tan solícitamente pulcro.
En un continente empapado de pesimismo, la victoria de Macron debiera celebrarse como algo espectacular. No hace mucho más de un año él era un ministro en la fallida administración de François Hollande. Él dejó atrás al Presidente y al partido socialista para crear el movimiento ¡En Marcha! Eso tomó resolución. Aún más impresionante que su éxito fue la sustancia y el estilo de su campaña.
Los políticos han huido asustados de los populistas, temerosos de defender el internacionalismo abierto y tolerante que ha sustentado la paz y la prosperidad europeas. Macron no dio disculpa alguna. Él colocó la apertura, el europeísmo y la modernización económica en el centro de su campaña. El himno de Europa, "Oda a la alegría", se escuchó durante la celebración de su victoria. Contrastemos esto con el temeroso nacionalismo que obliga al Gobierno británico de Theresa May a arriar la bandera de la Unión Europea (UE).
El Presidente electo estableció la opción central de nuestra época, la que se encuentra entre competir y retirarse. Él ganó. Más Europa significa más Francia. Aquellos que minimizan los resultados debido al margen de su victoria pudieran recordar que Trump perdió el voto popular ante Hillary Clinton y que los partidarios del "Brexit" ganaron por sólo una insignificancia.
En Washington, esta semana yo escuché comparaciones con Trump. Ambos presidentes son, a su manera, parte del sistema y ajenos a la vez; ambos alteraron drásticamente sus respectivas clases políticas dirigentes. Y, si se desea continuar la analogía, Trump se ha visto limitado por las realidades de la misma manera que Macron se enfrentará ahora a las duras verdades de una Francia fracturada.
Aunque superficialmente atractivos, estos paralelos dicen poco. Trump llegó a la Casa Blanca sin más que un conjunto de prejuicios, como se evidencia en el caprichoso caos que reina en su administración. No hay que compartir las convicciones de Macron para darse cuenta de que él tiene una estrategia.
La democracia europea tiene ahora dos poderosos campeones. No hace mucho tiempo, la vigorosa defensa de los valores liberales durante la crisis de la migración por parte de Angela Merkel amenazaba con acabar con su control sobre el poder. En la actualidad, todo parece indicar que la canciller alemana está en camino de un cuarto mandato en las próximas elecciones de otoño.
A los dos principales políticos de Europa les esperan numerosas luchas. No me cabe duda de que Merkel se aferrará a la ortodoxia económica que puede sofocar a las economías más débiles. Ella ya ha advertido que "el apoyo alemán no puede sustituir a la formulación de políticas francesa". Macron tendrá que luchar, a la misma vez, para impulsar reformas en su país y para persuadir a Berlín de que una unión monetaria necesita un marco económico. Pero el argumento y el compromiso han sido siempre la base de la cooperación franco-alemana.
Los dos principales poderes del continente están ahora dirigiéndose hacia la misma dirección. Para Macron, la revitalización de Francia y la restauración de la fe en la colaboración europea son indivisibles. Merkel se ha quejado desde hace tiempo de que, en ausencia de un socio francés serio, Alemania ha asumido la carga del liderazgo europeo. La propuesta de Macron conlleva un precio. Pero Berlín no puede dejar pasar esta oportunidad.
Trump se aprovechó de la ola de eventos. El colapso financiero, el estancamiento de los ingresos, las inseguridades y las dislocaciones del avance tecnológico y de la globalización y, sí, la despreocupada indiferencia de las élites ante el destino de quienes quedaron atrás, han corroído la fe en las instituciones de la democracia liberal. El Presidente estadounidense no tiene respuestas para estos retos. Por el contrario, él encabeza una administración que sirve a su propio grupo de plutócratas.
Macron representa un momento de optimismo. Él es un recordatorio de que los votantes todavía están preparados para prestarle atención a un caso razonado. Su éxito no está predestinado, pero tampoco lo está su fracaso. Todavía hay vida palpitando en la democracia liberal. Dejando a un lado la ruptura del "Brexit", Europa se ve en mejor forma de que lo se había visto desde hace algún tiempo. Ahora cuenta con una promesa de liderazgo.
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