En 1919, John Maynard Keynes celebró el "episodio extraordinario en el progreso económico del hombre... que llegó a su fin en agosto de 1914". La primera ola de globalización, aniquilada por la primera guerra mundial.
Acabamos de atravesar una segunda era de globalización, tan extraordinaria como la primera. Ha hecho a miles de millones de personas más ricas y más libres. Pero aquellos que se sienten abandonados por la economía global (sobre todo la clase obrera nativa de los países occidentales) ahora se rebelan.
¿Acaso esto marca otro fin de la globalización, el cual lamentaremos como el mismo Keynes lloró la economía abierta de su juventud? Existen tres razones para pensar que la economía mundial abierta de hoy en día puede resistir el asalto.
En primer lugar, el mundo occidental ya no puede decidir el futuro por sí solo. El discurso de Donald Trump sobre la "matanza estadounidense" fue sólo el segundo de dos importantes discursos durante la misma semana de enero. El primero fue el que el presidente chino Xi Jinping pronunció en Davos: una defensa de la globalización y un reclamo del liderazgo de la economía mundial abierta.
La globalización ha reducido la riqueza relativa de las economías avanzadas y ha reforzado la de las emergentes. En los países en desarrollo, el comercio ayudó a sacar a más de 1.000 millones de personas de la pobreza extrema.
El mundo emergente tiene tanto un profundo interés en mantener viva la globalización como más poder que nunca antes para defenderla, y se opondrá ferozmente a un retorno al proteccionismo.
En segundo lugar, incluso sin resistencia, ahora es más difícil para Estados Unidos (por no hablar de las economías más pequeñas) desglobalizarse de lo que alguna vez fue. El comercio internacional de hoy es impulsado por los flujos de conocimientos (a los cuales no detienen ni aranceles ni muros) y por la producción a gran escala posibilitada por las cadenas de suministro transfronterizas.
En palabras del economista Richard Baldwin, erigir barreras comerciales entre Estados Unidos y México es como construir un muro en medio de una fábrica. No aumentaría la competitividad de la industria nacional. Lo mismo se aplica si el Reino Unido abandona el mercado único.
En tercer lugar, cumplir un programa proteccionista demostraría que la antiglobalización no puede cumplir las expectativas: la globalización tiene poco de la culpa de los problemas económicos del mundo occidental, como el estancamiento de las oportunidades de los trabajadores nativos poco calificados. La necesidad decreciente de trabajadores industriales, por ejemplo, es en gran medida el precio del éxito. Al igual que la agricultura ahora alimenta a poblaciones enteras, empleando sólo una pequeña fracción de sus trabajadores, el número de empleos en la manufactura seguirá reduciéndose. Los empleos restantes serán altamente especializados, en el campo de la gestión de maquinaria avanzada.
Con o sin proteccionismo, estas fuerzas implican que los trabajos manuales en los que se basaron algunas comunidades y culturas de clase obrera ya no regresarán. El crecimiento futuro del empleo ocurrirá en el sector de servicios, principalmente en los empleos relacionados con el cuidado de la salud. Los antiglobalistas que prometen traer de regreso las fábricas están vendiendo espejitos, un hecho que queda demostrado en cuanto ponen plenamente en práctica sus programas. Esto, de hecho, evita que los líderes antiglobalistas presionen demasiado para revertir el proceso de globalización.
En cambio, muchas políticas nacionales pueden ayudar a aquellos que están económicamente rezagados. La mejor redistribución, el seguro social contra la pérdida del empleo o problemas de salud, la educación y la capacitación, y los controles sobre el abuso del poder de mercado podrían haber mantenido a raya el subempleo y el estancamiento salarial.
Si los responsables occidentales realmente intentan hacer todo lo posible por los que han quedado rezagados, encontrarán mucha autonomía nacional desaprovechada. Si se utilizara mejor, se demostraría que la globalización no tiene la culpa. Eso, a su vez, podría garantizar un mejor destino a la economía mundial posterior a la segunda guerra mundial (la cual Keynes ayudó a crear) que el de la economía de antes de la primera guerra mundial que Keynes recordaba con nostalgia.
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