El futuro de nuestro mundo depende, en gran medida, de las relaciones entre Estados Unidos, un país joven y actual superpotencia, y China, un antiguo imperio y una superpotencia en ascenso. La elección de Donald Trump, un xenófobo populista, en Estados Unidos y el ascenso de Xi Jinping, un autócrata centralizador, en China han vuelto estas relaciones particularmente complicadas.
No menos contrastantes, sin embargo, son las perspectivas en relación con la economía mundial. Hace 40 años, Mao Zedong gobernaba China: su objetivo era la autarquía, pero desde 1978, las palabras clave de la política económica de China han sido "reforma y apertura", propuestas por su sucesor, Deng Xiaoping. Mientras tanto, Estados Unidos, el progenitor del internacionalismo liberal después de la Segunda Guerra Mundial, está consumido por la inseguridad y, por tanto, ha elegido como líder a un hombre que considera que esta política excepcionalmente exitosa es perjudicial para los intereses de su país.
Una de las ironías de la actualidad es esta reversión de actitudes en relación con la economía mundial abierta. Nada ilustra mejor esto que el contraste entre el fuerte apoyo a la globalización ofrecido por el presidente Xi durante la reunión anual del Foro Económico Mundial en Davos en enero y la impactante afirmación de Trump de que "el proteccionismo conducirá a una gran prosperidad y fortaleza". El comunicado de los ministros de finanzas de la reunión del Grupo de los 20 en Alemania, el pasado fin de semana, dejó debidamente de lado el lenguaje del año pasado prometiendo "resistirse a todas las formas de proteccionismo". Todavía se desconocen las implicaciones del proteccionismo estadounidense, pero son extremadamente inquietantes. Lo último que necesita nuestra frágil economía mundial es una guerra comercial entre Estados Unidos y China.
La participación en el Foro de Desarrollo de China de este año me ha esclarecido algunas de las causas más profundas del desencanto actual. Los participantes chinos me dijeron en privado que alguna vez habían considerado a Estados Unidos como el exitoso modelo del capitalismo, de la democracia y de la apertura económica. La crisis financiera mundial, la elección de Trump y el proteccionismo estadounidense han devastado su prestigio en los tres aspectos. Los occidentales se quejan, a su vez, de que la retórica de apertura china está lejos de coincidir con la realidad, señalando en particular la promoción de los ‘campeones nacionales’, especialmente en las industrias avanzadas. Otra objeción es en referencia al espionaje cibernético comercial. Además de lo anterior, se halla la decepción de que el apoyo a la apertura económica de China aún no ha conducido a una mayor democracia.
Sin embargo, también es evidente que esta pareja dispareja está condenada a cooperar si han de garantizarse los bienes públicos globales esenciales: la gestión de los bienes comunes mundiales, la seguridad internacional y una prosperidad estable. Trump puede declarar "Estados Unidos primero". El liderazgo chino puede concentrarse en el bienestar de sus propios ciudadanos, pero ninguno será capaz de lograr lo que quiere sin prestar atención a los intereses y puntos de vista de los demás. Es asombroso que actualmente el liderazgo chino parezca entender esto mejor que el de Estados Unidos.
Cuando Xi y Trump se reúnan el próximo mes en Mar-a-Lago, la "Casa Blanca de invierno", es necesario que encuentren una base de cooperación. Los presagios no son buenos. Trump ha atacado las políticas comerciales y de cambio de divisas de China. Incluso ha contemplado desafiar la política de "Una sola China", bajo la cual la República Popular es el único Estado chino legítimo. A esto hay que añadir los abismos de personalidad y de experiencia entre el "tuitero en jefe" y el burócrata comunista, entre el promotor inmobiliario y el triunfante escalador del ‘palo ensebado’ del partido.
Si nos concentramos simplemente en la dimensión económica, ¿cómo puede salvarse este diálogo que probablemente caiga en oídos sordos?
En primer lugar, los dos líderes necesitan convencerse mutuamente de que ninguno de ellos alcanzará sus metas si están en conflicto. Esto es evidentemente en el caso de una guerra real, pero también de una comercial. Determinar qué país perdería más es un improductivo ejercicio intelectual. Ambos lo harán, directa e indirectamente.
En segundo lugar, Xi debe convencer a Trump de que sus puntos de vista sobre las políticas de China están desesperadamente pasados de moda. Desde junio de 2014, China ha gastado 1 billón de dólares de sus reservas de divisas para mantener la estabilidad del yuan. Entre 2006 y 2016, las exportaciones de China cayeron del 35 por ciento al 19 por ciento del producto interno bruto (PIB). La “máquina de exportación que todo lo conquista” es una historia anticuada.
En tercer lugar, Trump debe decir a Xi que las políticas industriales de China son un motivo legítimo de preocupación para otros países. China puede con razón argumentar que es un país en desarrollo, pero también es un coloso económico. Para otros países, sus políticas de desarrollo parecen ser un mercantilismo depredador. China necesita reconocer que, en un mundo interdependiente, otros países tienen un interés razonable en lo que hace. Esto también se aplica a la magnitud de sus superávits en cuenta corriente. Por supuesto, Trump tiene que entender puntos similares. Si a él no le importan las consecuencias globales de lo que hace, ¿por qué debieran importarle a China?
En cuarto lugar, China puede ayudar a dar a Trump lo que quiere. El presidente estadounidense quiere inversiones industriales en nuevas zonas de su país afectadas por la desindustrialización. Esto nunca podrá revertirse, pero Xi seguramente puede encontrar negocios chinos encantados de invertir en Estados Unidos. A Trump le gustan noticias como ésa. Xi debiera ayudarlo.
Finalmente, Trump quiere un auge de infraestructura en Estados Unidos. China es, por mucho, el mayor representante mundial de entrega rápida de infraestructura. Debe ser posible casar las capacidades de China con los objetivos de Trump.
Independientemente de cuán contrastantes parezcan ser los dos países, ellos comparten intereses. Mantener la economía mundial abierta es uno de ellos. Es esencial persuadir a Trump de que sus opiniones sobre el comercio están equivocadas. Es surrealista que dependamos de un comunista chino para persuadir a un presidente estadounidense acerca de los méritos del comercio global liberal.
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