Tormenta en Brasil
La presidenta brasileña, Dilma Rousseff, que durante su primer año en el poder no toleró ni una ligera sospecha de corrupción, puede haber guardado su "escoba" para barrer ese mal al nombrar estos días como ministro a su antecesor, Luiz Inácio Lula da Silva.
El ex mandatario será a partir de ahora titular del influyente Ministerio de Presidencia, cartera desde donde puede controlar todos los resortes del poder, pese a que en su contra pesan serias sospechas de enriquecimiento ilícito, blanqueo de dinero y falsificación de documentos.
Su nombramiento fue justificado con la necesidad del Gobierno de mejorar su articulación política con el Congreso en momentos en que Rousseff enfrenta la amenaza de un posible juicio político con miras a su destitución, que tramita en el Parlamento desde fines del año pasado.
Sin embargo, en el caso de Lula tendrá una consecuencia directa y será que el ex presidente pasará a tener foro privilegiado, con lo que las causas en su contra pasarán a la órbita de la Corte Suprema, que no tiene la misma agilidad que los tribunales inferiores.
Muchos analistas recordaron que en 2011, su primer año en el poder, Rousseff sorprendió al país al destituir en forma casi que sumaria a cada ministro salpicado por algo que oliera a corrupción.
Brasil se había acostumbrado a Lula, a quien siempre le había temblado el pulso a la hora de destituir a algún colaborador que fuera vinculado a esos asuntos y prefería sugerir una renuncia sólo cuando el agua les llegaba al cuello.
Rousseff, sin embargo, fue en ese sentido la cara opuesta de su carismático padrino y en sus primeros tiempos en la Presidencia ganó puntos ante la opinión pública gracias a su intolerancia con la corrupción.
Discreta, de carácter duro y poca facilidad para sonreír, reacia a los flashes de las cámaras que seducían a Lula y sin su carisma y "muñeca" política, poco a poco Rousseff impuso un estilo propio y diferente de gobernar que elevó su popularidad al 70%.
Unas de las razones que todas las encuestas le atribuían a ese masivo apoyo era justamente su fama de implacable con los corruptos.
El primer escándalo le estalló con sólo cinco meses en el poder, por denuncias de enriquecimiento ilícito que afectaron al ministro de la Presidencia, Antonio Palocci, quien era entonces su "mano derecha" y aún así fue destituido en cuestión de días.
Uno a uno, ese mismo año expulsó sin pestañear del Gobierno a los titulares de Transportes, Alfredo Nascimento; Agricultura, Wagner Rossi; Turismo, Pedro Novais; Deporte, Orlando Silva, y Trabajo, Carlos Lupi, todos por supuestas irregularidades aún no comprobadas.
Los brasileños comenzaron a hablar entonces de la "escoba" contra la corrupción que Rousseff parecía haber llevado a la Presidencia, pero esa imagen comenzó a desdibujarse hace dos años, cuando estalló el escándalo en la estatal Petrobras.
En tiempos de Lula, Rousseff había sido ministra de Minas y Energía, un cargo que le valió ocupar un puesto en la dirección de Petrobras, justamente en las épocas en que, según desvelaron las investigaciones, las corruptelas arreciaban.
Aunque las sospechas se acercaron a la mandataria, todavía las encuestas dicen que la mayoría de los brasileños, en torno a un 60%, la considera "honesta".
Sin embargo, la mandataria fue acusada directamente por el ex jefe del oficialismo en el Senado Delcidio Amaral de haber estado al tanto de las corruptelas en Petrobras y hasta de haber maniobrado para intentar liberar a algunos de los detenidos por ese asunto.
En los últimos días, cuando ya se habían filtrado, Rousseff negó de manera tajante esas acusaciones, se declaró indignada y recordó sus días en la prisión durante la dictadura, cuando fue torturada, al afirmar que "nunca" respetó "a los delatores".
Lava Jato, un terremoto que sacude los cimientos del sistema en Brasil
La operación Lava Jato (lavado de coches) cumplió esta semana dos años convertida en la mayor investigación policial de la historia de Brasil y en el desencadenante de un terremoto político que ha destapado un complejo engranaje de corrupción y amenaza al gobierno de Dilma Rousseff.
Las cifras del Lava Jato son contundentes: Casi mil años de condenas, cientos de investigados –entre ellos el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva– y unos 3.000 millones de reales (828 millones de dólares) recuperados en un fraude que, según estimaciones policiales, puede superar los 30.000 millones de reales (unos 8.300 millones de dólares) y que, solo en sobornos, alcanza los 6.000 millones (1.650 millones de dólares).
La investigación que inició el juez Sergio Moro el 17 de marzo de 2014 sobre blanqueo de capitales a través de una red de "lava jatos", establecimientos de lavado rápido de autos, terminó golpeando de lleno a la petrolera estatal Petrobras, la "joya de la corona" de la economía brasileña, y a varias de las más importantes empresas del país.
Las delaciones en cadena de los implicados en la trama de corrupción a cambio de beneficios penitenciarios han permitido a Moro tirar del hilo de una madeja que amenaza los pilares del sistema.
Fraude, lavado de dinero, sobornos a cambio de favores políticos, ventajas fiscales o contratos con el Estado, financiación ilegal de los partidos y de las campañas electorales, y cuentas en paraísos fiscales son los ejes principales del proceso.
La investigación salpica a empresarios, funcionarios y políticos de todos los colores y a distintas instancias del Estado, pero buena parte de la atención se centra en el ex presidente Lula, investigado por blanqueo de dinero y falsificación de documentos.
Lula ha conseguido, por el momento, escapar de la mano de Sergio Moro al asumir el poderoso Ministerio de Presidencia en el Gobierno de Rousseff, lo que le convierte en la práctica en un virtual primer ministro y le protege porque, por su condición de aforado, su causa pasa automáticamente al Tribunal Supremo, donde los procesos tienen un ritmo propio. No obstante, su nombramiento fue recurrido por la justicia.
Pero inmediatamente después de asumir, Lula se ha visto de nuevo en el centro de la polémica por dos denuncias que piden la suspensión de su nombramiento.
Aunque el Tribunal Supremo, la máxima autoridad judicial en el país, diera por válida la asunción de Lula y el ex presidente lograra esquivar la sombra de Moro, el juez tiene todavía en sus manos a políticos no aforados y a buena parte del empresariado brasileño.
Al "juez de hierro" no le tembló la mano para dictar condenas ejemplares, como la de Marcelo Odebrecht, presidente de una de las mayores corporaciones del país, sentenciado a 19 años.
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