El Gobierno de Mauricio Macri, presidente de Argentina desde diciembre, ha ofrecido alrededor de 6,5 mil millones de dólares para resolver las demandas de 9 mil millones de los inversionistas "holdout" quienes se negaron a participar en las reestructuraciones anteriores en 2005 y 2010.
La oferta, que representa un “recorte” de aproximadamente el 25 por ciento, es más generosa que las depreciaciones anteriores. Esto refleja la fuerte posición jurídica de los acreedores "holdout", quienes han obtenido decisiones judiciales de los tribunales de Nueva York que en efecto impiden el acceso de Argentina a los mercados mundiales de capital hasta que reciban su pago.
Aunque debe ser irritante pagar un rescate, el Gobierno de Macri tiene razón en hacer la oferta. Aún no está claro cuántos de los acreedores "holdout" (y en especial la combativa Elliott Management) aceptarán los términos actuales o algo que se les asemeje. Si insisten en el pago total o en una depreciación mucho más pequeña, la posición de Macri se volverá más difícil y su decisión más precisamente equilibrada.
El hecho de que Argentina haya llegado a este punto refleja el fallo de un juez de Nueva York basado en cláusulas "pari passu” (con igual fuerza) en los bonos soberanos que fue creativo, casi excéntrico. Ese fallo y el alcance extraterritorial de las leyes estadounidenses han impedido que en efecto Argentina tenga acceso a préstamos en los mercados mundiales de capital.
Ciertamente, Buenos Aires, incluso si paga su deuda atrasada, no debe estar muy ansiosa de empezar a acumular deuda nuevamente. Pero normalizar su posición en el sistema financiero internacional es un gran paso en su viaje de regreso a la cordura económica.
Aunque las tribulaciones de Argentina con los acreedores "holdout" no son nuevas, hay más en juego en el episodio actual que casi en cualquier otro momento de los últimos 14 años. Desde que Macri ocupó la presidencia, Argentina ha tenido quizás el más admirable episodio de política económica sensata desde la unificación de la República en 1853.
En poco tiempo, su Gobierno ha eliminado los controles de capital, permitiendo que el peso argentino se devalúe en alrededor de un 30 por ciento, y restaurado la independencia de los politizados banco central y agencia nacional de estadísticas. Valientemente también ha dado los primeros pasos en el desmantelamiento de los subsidios de energía caros y mal orientados que contribuyen a un déficit fiscal que el año pasado alcanzó casi el 8 por ciento del producto interno bruto.
Por el momento, y a pesar del dolor causado por estas medidas, el Gobierno de Macri sigue siendo popular. Pero no puede haber duda alguna de que reembolsarles en su totalidad a los acreedores "holdout", quienes le han exigido rescate a Buenos Aires durante más de una década, sería muy costoso tanto política como económicamente. Los inversionistas externos también se preguntarían, con razón, por qué los desafiantes tenedores de bonos con recursos financieros y legales superiores deben recibir mayores reembolsos que aquellos que han cooperado desde el principio.
Por primera vez desde el impago de la deuda en 2001, Argentina tiene un Gobierno sensato con el que esos inversionistas "no aceptantes" pueden negociar. De hecho, los tribunales estadounidenses que les entregaron un arma tan poderosa lo hicieron teniendo en cuenta, en parte, la irracionalidad de las anteriores administraciones argentinas. Esos tenedores de bonos (y los tribunales que los respaldan) deberían reconocer el cambio de enfoque de Buenos Aires, y llegar a un acuerdo en torno a la oferta actual.
La política económica argentina del pasado ha ido desde lo arrogante hasta lo cómico. Pero eso no justifica que Argentina se mantenga secuestrada (especialmente en un momento en que un nuevo Gobierno quiere poner la política económica sobre una base sólida y legítima). Macri tiene razón en hacer esta oferta. Los acreedores "no aceptantes" deberían aceptarla.
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