El libro de Piketty, además, ofrece una perspectiva diferente sobre los 30 o más años posteriores a la Gran Depresión y a la Segunda Guerra Mundial: ve a este período como una anomalía histórica, tal vez causada por la inusual cohesión social que los eventos catastróficos pueden estimular.
En dicha época de rápido crecimiento económico, la prosperidad fue ampliamente compartida, y todos los grupos avanzaron; pero aquellos grupos en la parte inferior vieron mayores ganancias porcentuales.
Piketty también arroja nueva luz sobre las ‘reformas’ que promocionaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher en la década de los 80 como potenciadoras del crecimiento del cual todos se beneficiarían. De manera posterior a las reformas sobrevino un crecimiento lento y una mayor inestabilidad a escala mundial, y además, el crecimiento que sí aconteció benefició en su gran mayoría a aquellos en la parte superior de la distribución.
Pero el trabajo de Piketty va más allá: plantea problemas fundamentales tanto sobre la teoría económica como sobre el futuro del capitalismo. Piketty documenta un gran incremento en el ratio riqueza/producción. En la teoría estándar, tales incrementos estarían asociados con una caída en el rendimiento del capital y un aumento en los salarios. Sin embargo, hoy en día el rendimiento del capital no parece haber disminuido, a pesar de que los salarios sí disminuyeron.
La explicación más obvia es que el incremento en la riqueza medida no corresponde a un incremento en el capital productivo, y los datos parecen ser consistentes con esta interpretación.
Gran parte del incremento en la riqueza provino de un aumento en el valor de los inmuebles. Antes de la crisis financiera de 2008, se pudo evidenciar en muchos países la presencia de una burbuja inmobiliaria; incluso hasta ahora, puede que no se haya ‘corregido’ dicha situación de manera completa. El aumento en el valor también puede representar la competencia entre los ricos por bienes que denotan una ‘posición’.
La riqueza del trabajador
A veces, un aumento en la riqueza financiera medida corresponde a casi nada más que un simple desplazamiento desde la riqueza ‘no medida’ hacia esa riqueza medida -y estos desplazamientos pueden, en los hechos, reflejar un deterioro en el desempeño de la economía en general-. Si aumenta el poder monopólico o las empresas (como, por ejemplo, los bancos) desarrollan mejores métodos para la explotación de los consumidores comunes, ello se mostrará como mayores ganancias y, cuando dichas ganancias se capitalizan, se mostrarán como un aumento en la riqueza.
No obstante, cuando lo anteriormente detallado sucede, el bienestar social y la eficiencia económica por supuesto que caen, incluso de manera simultánea a un aumento oficial en la riqueza medida. Nosotros no tomamos en cuenta la disminución correspondiente al valor del capital humano, es decir, no tomamos en cuenta la disminución de la riqueza de los trabajadores.
Por otra parte, si los bancos tienen éxito en el uso de su influencia política para socializar las pérdidas y retener más y más del total de sus ganancias mal habidas, la riqueza medida en el sector financiero aumenta. No medimos la disminución correspondiente a la riqueza de quienes pagan impuestos. Del mismo modo, si las corporaciones convencen a los gobiernos para que estos paguen más de lo debido por sus productos (tal como las grandes compañías farmacéuticas pudieron lograrlo), o si las corporaciones obtienen acceso a recursos públicos a precios por debajo de los precios del mercado (tal como las mineras pudieron lograrlo), aumenta la riqueza financiera medida, a pesar de que existe una disminución en la riqueza de los ciudadanos comunes.
Lo que hemos estado observando -estancamiento de los salarios e incremento en la desigualdad, incluso a medida que la riqueza aumenta- no refleja el funcionamiento de una economía de mercado que se considera como normal, sino que refleja lo que yo denomino como ‘capitalismo sucedáneo’ (en inglés ersatz capitalism). El problema puede que no sea cómo los mercados deberían funcionar o cómo dichos mercados funcionan en los hechos, pero puede que el problema se ubique en nuestro sistema político, el cual no ha logrado garantizar que los mercados sean competitivos; y, además, dicho sistema político ha diseñado reglas que sustentan mercados distorsionados en los que las corporaciones y los ricos pueden (y por desgracia sí lo hacen) explotar a todos los demás.
Los mercados, por supuesto, no existen en un espacio vacío. Tienen que haber reglas del juego, y estas son establecidas a través de procesos políticos. Los altos niveles de desigualdad económica en EEUU y, cada vez más en países que han seguido el modelo económico de dicho país, conducen a la desigualdad política. En un sistema como el que se describe, las oportunidades para el progreso económico se tornan en desiguales, y consecuentemente refuerzan los bajos niveles de movilidad social.
Por lo tanto, el pronóstico de Piketty sobre niveles aún más altos de desigualdad no refleja las inexorables leyes de la economía. Simples cambios, incluyendo la aplicación de niveles más altos de impuestos a las ganancias de capital y las herencias, un mayor gasto para ampliar el acceso a la educación, la aplicación rigurosa de las leyes antimonopolio, reformas a la gobernanza corporativa que contengan los salarios de los ejecutivos, y regulaciones financieras que frenen la capacidad de los bancos para explotar al resto de la sociedad, reducirían la desigualdad y aumentarían la igualdad de oportunidades de manera muy notable.
Si logramos tener las reglas de juego correctas, podríamos incluso ser capaces de restaurar el crecimiento económico rápido y compartido que caracterizaba a las sociedades de clase media de la mitad del siglo XX. La principal interrogante a la que nos enfrentamos hoy no es un cuestionamiento sobre el capital en el siglo XXI. Es una pregunta sobre la democracia en el siglo XXI
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