lunes, 9 de octubre de 2017

Grandes esperanzas de inversiones en Brasil probablemente seguirán siendo un sueño



Las acciones brasileñas han tenido una excelente racha este año. El índice Bovespa subió un 22 por ciento en términos de moneda local, con un 4,5 por ciento adicional para los inversionistas extranjeros gracias al avance del real frente al dólar estadounidense.

Difícilmente se pensaría que éste es un país sumergido en una crisis. Y sin embargo lo es. Hace dos semanas, los fiscales acusaron al presidente Michel Temer de dirigir una "organización criminal". Profundamente impopular, con un índice de aprobación de sólo 5 por ciento, él corre el riesgo de convertirse en el segundo presidente en dos años en ser engullido por un escándalo de corrupción que ya ha destruido la reputación de algunos de los más grandes nombres de los negocios y de la política brasileños.

Incluso si Temer sobrevive (no cabe duda de su tenacidad) su mandato termina a finales del próximo año. Si las encuestas de opinión están en lo cierto, su sucesor más probable, Jair Bolsonaro, es un populista de extrema derecha que cree que la Policía en las calles debiera tener licencia para matar. Las perspectivas de una reforma liberal y favorable al crecimiento son desalentadoras.

Sin embargo, los inversionistas están fijando precios para un escenario perfecto. ¿Por qué? Es fácil acusarlos de tener un ciego optimismo. Las acciones brasileñas han estado aumentando desde enero de 2016, cuando comenzó a parecer probable la destitución de la expresidenta Dilma Rousseff, la cual sucedió en agosto.

Acusada de manipular la contabilidad pública, su verdadero crimen fue destrozar la economía. A pesar de que el producto interno bruto (PIB) se contrajo en un 3,6 por ciento el año pasado después de una contracción del 3,8 por ciento el año anterior, los inversionistas mantuvieron la fe, creyendo que su reemplazo (cualquier reemplazo) representaría una mejora del intervencionismo estatista de Rousseff.

También existen causas más firmes para el optimismo. No es sólo que la economía vuelve a crecer este año. A pesar de la crisis política que lo ha rodeado, Temer y su administración han continuado con su labor.

A continuación el caso para el optimismo. En primer lugar, Temer reunió un equipo ideal de reformadores promercado, entre ellos Henrique Meirelles en el Ministerio de Hacienda, Ilan Goldfajn en el banco central y Pedro Parente en Petrobras, la compañía petrolera plagada de escándalos.

Luego, ellos comenzaron a trabajar en reformas. En primer lugar de importancia se encontraba un límite al gasto público destinado a estabilizar las cuentas públicas. La gobernanza de las empresas estatales ha mejorado, en particular en Petrobras, la cual ahora ajusta los precios en consonancia con los mercados y no con la política gubernamental. Las leyes laborales se han simplificado. Está en progreso una reforma del sistema público de pensiones inasequible e injusto porque beneficia al sector público a expensas del privado.

Parte de estos logros ha sido ahogada por el ‘ruido’ de la política. Esto es particularmente cierto en el caso de una histórica reforma aprobada este mes, la cual promete poner fin a los préstamos subsidiados que cuestan a los contribuyentes decenas de miles de millones de reales brasileños cada año y que, según sostienen numerosos economistas, han impedido el desarrollo de los mercados crediticios en Brasil y han frenado la inversión y el crecimiento durante décadas.

Los beneficios potenciales de esta sola reforma son tales que es probable que incluso los inversionistas más optimistas hayan fracasado en comprenderlos.

Desafortunadamente, sin embargo, su optimismo en otras áreas parece exagerado.

El caso para el pesimismo es simple. El trabajo de este gobierno, en pocas palabras, era lograr un ajuste fiscal que pusiera las cuentas públicas de nuevo en un balance positivo. Hasta ahora ha fracasado, y muestra escasas señales de poder tener éxito.

A pesar del límite del gasto público, el gasto no se ha reducido. El Gobierno está en camino de entregar un déficit presupuestario primario (antes de los pagos de la deuda) equivalente al 2,7 por ciento del PIB este año. Sólo para cuadrar las cuentas, se necesita un superávit primario del 3 al 3,5 por ciento del PIB.

Su trabajo es, entonces, lograr un ajuste fiscal equivalente a cerca del 6 por ciento del PIB. Nada de lo que ha hecho se le acerca, y no hay nada en proceso que lo vaya a lograr.

La reforma del sistema de pensiones del Gobierno pudiera haber sido presentada como una cuestión de justicia social, pero, en cambio, se ha percibido como una carga adicional para una población ya gravada en exceso. En consecuencia, la reforma se ha diluido y se sumará al déficit fiscal durante los próximos años.

Alrededor del 85 por ciento del gasto público está fijado por la Constitución. La inversión ya ha sido cortada al máximo. Incluso el rápido crecimiento económico no resultará en más gasto, debido al límite.

Sólo abordando la Constitución podrán los políticos lidiar con el desafío fiscal. Nadie está prometiendo eso.

La perfección para la que los inversionistas han fijado precios es muy probable que continúe siendo un sueño.

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